“Ni se te ocurra”, escuché bien clara la voz de mi mujer. No me
sorprendió oírla. No me volví. Me quedé un rato más como estaba, incorporado en
la cama, vencido, agotado, mirando fijo por la ventana abierta a la noche y a
los pendejos del edificio de enfrente que no paraban con la música horrible a
todo volumen y sus voces desafinadas por encima de ella. Ni se te ocurra, había
dicho ella, pero a mí ya se me había ocurrido.